Ripoll: todo un ejemplo

De entre las piezas que conforman la maquinaria del entramado teatral quizá sea la labor del programador, el trabajo del seleccionador y organizador de representaciones, la que se presenta como más importante. O, al menos, como una de las actividades que se revela de máxima responsabilidad. Para entender su trascendencia basta reconocer que el teatro español está, en su mayor parte, en manos de las administraciones locales, autonómicas o nacionales, y que son las capacidades y los conocimientos de estos profesionales, que no están expuestos exclusivamente a las leyes del mercado —o sea, a la rentabilidad económica, al estrellato del papel cuché y los audiovisuales—, las que nos permiten disfrutar de una buena cartelera. No es exagerado, por tanto, el pensar que el programador es la piedra angular del hecho teatral y uno de los puentes principales que relaciona al artista con el espectador, pese a que su ejercicio se presenta habitualmente ensombrecido en un segundo plano. Para desempeñar con acierto su trabajo hay que tener una buena formación en materias diversas, mucha sensibilidad con los públicos y un proyecto cultural a medio y largo plazo que disponga convenientemente de las infraestructuras, los presupuestos, el personal en plantilla y la capacidad de discernir entre la pluralidad de cualidades y calidades artísticas que pelean por sobresalir.

Ahora que Antonio Ripoll se jubila en su cargo de director de la Casa de Cultura de Avilés y del Teatro Palacio Valdés, es de justicia sumarse con estas líneas a los artículos de reconocimiento que acaban de aparecer. Máxime si tenemos en cuenta que no es propio de los homenajes que los enunciados de adhesión se ajusten con tanta precisión a los hechos, como en esta ocasión. Con Antonio Ripoll se nos va un director de equipamientos y programación que ha sabido aunar como nadie la discreción, la sabiduría, el rigor, la coherencia y el riesgo (cuando era necesario), en pos de un proyecto que ha colocado a Avilés en las más altas cotas de prestigio en cuanto a la exhibición de espectáculos dramáticos se refiere. Su ejercicio profesional deja una estela por la que se puede rastrear el mejor teatro español de las últimas décadas. Por el Palacio Valdés han pasado los autores, directores e intérpretes más sobresalientes del teatro contemporáneo. Y con un tratamiento excepcional que han podido disfrutar los ciudadanos gracias a su efectiva política de estrenos. El que una ciudad de 80.000 habitantes haya logrado normalizar una oferta cultural tan satisfactoria no es producto de la casualidad, sino fruto del trabajo de un gestor responsable que conoce el complejo sistema de relaciones e intereses en que se halla inmerso. Quienes tuvieron la suerte de pasar por el Teatro Palacio Valdés pueden dar fe del celo y seguimiento con que se abordaban las representaciones. La diligencia del equipo compuesto por Zaida González y los técnicos del teatro fue la norma de la casa.

El proyecto de Ripoll para el Palacio Valdés creció al amparo del desarrollo de espacios públicos auspiciados por las políticas culturales de los gobiernos de los 80-90. No deja de ser sintomático que sea precisamente ahora, al llegar su merecido retiro, cuando la crisis ponga en grave peligro de extinción lo conseguido. En los encuentros que Foroescena organizó en el Centro Niemeyer Ripoll mostró preocupación por el futuro de los teatros públicos, y dijo: “el plan de rehabilitación de los teatros públicos repercutió en el renacer de muchas ciudades como Avilés. Ahora todo esto está seriamente en peligro. Tal vez se den situaciones que hace diez años eran inconcebibles”. Y finalizó pidiendo “reflexión y acciones para que todo esto se solucione”.