Número 8. Mayo de 2003

Casona y el Teatro del Pueblo

Carmen Díaz Castañón

Alejandro Casona nació en Besullo (Cangas del Narcea-Asturias) el 23 de marzo de 1903. Estamos, pues, de centenario. Con este motivo LA RATONERA publica el capítulo que a las Misiones Pedagógicas dedica Carmen Díaz Castañón en su interesantísima biografía Alejandro Casona, editada en Oviedo por la Caja de Ahorros de Asturias en 1990.

Aprovechamos estas líneas para rendir sentido homenaje a Carmen Díaz Castañón, fallecida en 1994.

 

Una profesora norteamericana, Eleanor Krane Paucker, profundamente interesada por las «Misiones Pedagógicas», de las que había tenido noticia en los años cincuenta en Copenhague a través de la profesora Kirsten Schottländer, visita España años después y, tras recorrer muchos de los pueblos incluidos en el programa de la feliz experiencia de los años treinta, resume «Cinco años de misiones» en el número extraordinario que la Revista de Occidente dedica en 1981 al cincuenta aniversario de la Segunda República española. Aunque confiesa no haber localizado ningún archivo específico de la expe­riencia, sí pudo manejar un pequeño fondo de fotografías y docu­mentos recogidos en el legajo 1891 de la Junta para Ampliación de Estudios.

Las Misiones Pedagógicas son el resultado del pensamiento de Manuel Bartolomé Cossío. Desde 1882, por lo menos, Cossío venía pidiendo el desarrollo de «obras escolares complementarias», la creación de bibliotecas circulantes que pudieran llegar a todo el público, a las gentes de los «distritos rurales y las colonias ciudadanas». En 1899 escribe sobre los dos millones y medio de niños desescolariza­dos que «hacen bien en no ir a la escuela...; si un día se les ocurriera obedecer nuestras sabias leyes perderían el tiempo y, lo que es más grave, la salud». En una obra suya de 1906, además de describir las «anémicas escuelas» y subrayar la necesidad del «juego sano», insiste Cossío: «Anticipaos al porvenir. Formad superiormente al profeso­rado de vuestras escuelas. Gastad, gastad en los maestros... Sean siempre poesía y realidad el numen de vuestra obra». En 1915, reco­giendo y resumiendo las ideas de su maestro, insiste en la necesidad de una «formación superior... llevada a la primera enseñanza», en la importancia de una escuela que forme dentro y fuera de ella, pero «mediante ella», que desarrolle una completa y compleja acción social, encargada de difundir conocimientos, de preocuparse de los cuidados higiénicos, de ejercer una misión moralizadora y de procu­rar el refinamiento estético. En 1922 vuelve a pedir «misiones ambu­lantes de los mejores maestros, empezando por las localidades más necesitadas, para llevar animación espiritual al pueblo, para fomentar y mantener la vocación y cultura de los demás maestros».

Aún antes del decreto que crea las Misiones, se va subrayando en la prensa la penuria escolar y pedagógica. Hay una toma de con­ciencia en los últimos momentos de la Monarquía, y el 6 de marzo de 1931 se decreta por real orden la creación de una comisión a la que se confía proponer en «el plazo máximo de quince días un proyecto con un detallado presupuesto» para invertir 75.000 pesetas en una misión pedagógica que se acercará a las escuelas rurales «lle­vando a ellas la aplicación de los nuevos métodos, la experimenta­ción del material moderno, la utilización de los inventos que tienen aplicación pedagógica. Y aún más que todo ello, el aliento para el maestro, la seguridad de que vela por él el centro directivo de la cul­tura nacional, de que se preocupa del niño, de la escuela y del educa­dor, alma de ella». Pero, antes de que se pueda realizar lo decretado, la Monarquía cae, y el proyecto no puede ser desarrollado.

Apenas instaurada la República, el 29 de mayo de 1931 se publica un decreto que establece el Patronato de Misiones Pedagógi­cas con Cossío de Presidente y Luis Álvarez Santullano, asturiano, de Secretario. El Patronato depende del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes y tiene el propósito de llevar la cultura, la peda­gogía moderna y la educación ciudadana a los pueblos de España. En su preámbulo se habla de «llevar a las gentes, con preferencia a las que habitan en localidades rurales, el aliento de progreso y los medios de participar en él, en sus estímulos morales y en los ejem­plos del avance universal, de modo que los pueblos todos de España, aún los apartados, participen en las ventajas y goces reservados hoy a los centros urbanos». El objetivo es triple: difundir la cultura general (dotando de bibliotecas, conferencias, cine, gramófonos, un museo ambulante...); extender una moderna orientación didáctica (cursillos, conferencias a maestros, lecciones prácticas para conseguir la renova­ción pedagógica) y promover la educación ciudadana en pueblos y villas («reuniones públicas donde se afirmen los principios democrá­ticos que son los postulados de los pueblos modernos» y «conferen­cias y lecturas donde se examinen las cuestiones pertinentes a la estructura del Estado y sus poderes, a la Administración pública y sus organismos, así como a la participación ciudadana en la Administra­ción y en la actividad política», todo ello acompañado en la práctica con el reparto de ejemplares de la Constitución).

Por esas fechas, Cossío, que se encuentra en una clínica en Suiza, es visitado por Alejandro Lerroux, que publica en El Sol del 9 de junio una síntesis de su conversación: «Y me cogía las manos y me decía: Lerroux, en nuestra patria faltan 30.000 escuelas, y es una obra tremenda a la que ha de consagrar la República todos sus esfuerzos y todas sus energías. No importa el local, no importa el material... Lo que importa es el maestro.» Al fin, el Patronato queda constituido el 6 de agosto de 1931 y la primera misión se realiza en diciembre del mismo año en Ayllón (Segovia).

El nombre de Casona aparece enseguida formando parte del engranaje de las Misiones:

«Fueron una fundación del maestro Cossío –recuerda en 1962–. Don Manuel Bartolomé Cossío, cuyo libro sobre El Greco es bien conocido, era un hombre muy viejo, de setenta y un años, cuando yo 1e traté. Estaba tendido sobre una tabla, con el cuerpo escayo­lado. Debía de padecer alguna enfermedad de columna vertebral. Estaba como en un potro de tortura; pero que él llevaba con una sonrisa maravillosa, como si no existiera en su cuerpo ni el dolor. Vivió siete u ocho años más. Una de sus creaciones fue el teatro popular. Había millares de aldeas en España que no conocían el teatro, porque no lo habían visto nunca. Don Manuel me decía: –«¿Tú no dices que te sacudió el teatro la primera vez? ¿No me contaste que aquella noche en que viste la primera representación teatral no pudiste dormir? A los campesinos debe producirles algo igual. Hay que hacerlo». Y lo hicimos...»

Así, cumpliendo lo que Cossío había prometido en la inaugura­ción de las Misiones («Nuestro afán sería poderos traer también un teatro, y tenemos esperanza de poder lograrlo»), el 15 de mayo de 1932 Teatro y Coro del Pueblo, con Alejandro Casona y Eduardo Martínez Torner, asturianos, como responsables, inician su labor con una salida a Esquivias.

Casona es recordado por aquellos estudiantes (por ejemplo el doctor don Leopoldo Fabra Jiménez en una conferencia que pronun­cia el 4 de abril de 1978 con la Corporación de antiguos alumnos de la Institución Libre de Enseñanza) como «muy afable, parecía un estudiante más preocupado sólo de que los estudiantes, de todas las facultades y en su mayor parte procedentes del Instituto Escuela, lo hiciéramos lo mejor posible», durante los ensayos que se hacían pri­mero en el sótano del Museo Pedagógico en San Bernardo (hoy el Instituto Lope de Vega) y después en el Colegio de Sordomudos en La Castellana (hoy la Escuela del Ejército).

El mismo Casona ha contado muchas veces y muy minuciosa­mente los avatares, pequeños y grandes, de la empresa:

«Para acercar el teatro al pueblo» hace falta «el desarrollo de la farsa en medio de las gentes y en plenitud del aire libre». Para ello se construye «...un tablado de cuatro metros de ancho por seis de fondo, dividido hacia la mitad por la embocadura, lo que permite el libre juego escénico de telón afuera, con acceso desde el público, cuando los coros, movimientos y conjuntos así lo requie­ren. El conjunto es transportado en una camioneta y armado por una docena de muchachos en una media hora. Unos forillos de tela, sumariamente decorativos y unos trajes resueltos sobre figuri­nes graciosos y estilizados completan la escenografía.»

Con entusiasmo, sigue presentándonos la escena:

«…la inteligente jovialidad de los estudiantes no tarda en conta­giarse. Acaso, más que nada, el espectáculo de un trabajo material realizado ágil y alegremente despierta entre los campesinos una simpatía no exenta de cierta ingenua admiración. Tal vez creían que los "señoritos de Madrid no sabían empuñar un martillo".»

Continúa diciendo:

«Las actuaciones del Coro y Teatro por su brevedad sólo dan motivo a una relación de dos o tres horas con cada pueblo visi­tado, pero es tal la alegría que obtienen, la adhesión que se ganan, el interés que suscitan los entremeses representados, las canciones y la afanosa tarea de levantar y desmontar el tablado, que la inten­sidad de la misión y el recuerdo que dejan vale seguramente el esfuerzo de los estudiantes, muchachos y muchachas, de esta gran compañía ambulante.»

Porque –el recuerdo seguía siendo vivo en 1962–

«aquellos muchachos hacían su trabajo un poco misioneramente, evangélicamente, artísticamente, sin ninguna pretensión ni ambi­ción más. No había intención de tipo social, ni nada de prédica política. El teatro de las Misiones Pedagógicas, el teatro del Pueblo, teatro y coro, lo formaban unos cincuenta muchachos y muchachas, estudiantes de las distintas universidades, facultades y escuelas. No cobraban nada y, además, se llevaban la comida de casa. Ha habido mucha gente que creía que iban a divertirse».

Es más:

«Durante los cinco años en que tuve la fortuna de dirigir aquella muchachada estudiantil, más de trescientos pueblos –en aspa desde Sanabria a la Mancha y desde Aragón a Extremadura, con su centro en la paramera castellana– nos vieron llegar a sus ejidos, sus plazas o sus porches, levantar nuestros bártulos al aire libre y representar el sazonado repertorio ante el feliz asombro de la aldea. Si alguna obra bella puedo enorgullecerme de haber hecho en mi vida, fue aquella; si algo serio he aprendido sobre pueblo y teatro, fue allí donde lo aprendí. Trescientas actuaciones al frente de un cuadro estudiantil y ante públicos de sabiduría, emoción y lenguaje primitivos son una educadora experiencia.»

En la presentación de Retablo jovial, que reúne en 1949 las dos piezas cortas que Casona compuso para el «Teatro del Pueblo» (Sancho Panza en la ínsula y Entremés del mancebo que casó con mujer brava) y otras tres compuestas en América (Farsa del cornudo apaleado, Fablilla del secreto bien guardado y Farsa del corregidor), escribirá:

«A semejanza de la Carreta de Angulo el Malo, que atraviesa con su bullicio colorista las páginas del Quijote, el teatro estudiantil de las Misiones era una farándula ambulante, sobria de decorados y ropajes, saludable de aire libre, primitiva y jovial de repertorio. Formado por estudiantes y consagrado a auditorios sin letras, no podía ser de otra manera. Tanto por sus representantes como por su público, la comedia y el drama hubieran resultado géneros demasiado evolucionados para él. En cambio, la farsa, el prover­bio y la fábula, con su juego violento y su sabor agraz, eran su expresión natural, así como lo eran en la música el romance coral, la cantiga y la serranilla.

Juan del Encina, Lope de Rueda, el Cervantes de los entreme­ses, el Calderón de las jácaras y mojigangas, Ramón de la Cruz y el sabroso Molière universal formaban la nómina de sus autores pre­dilectos. Pero no vaya a imaginarse nadie, ante la gloria de tales nombres, que impulsaba a los estudiante misioneros el más remoto propósito cultista.»

Nos explica entonces que ante la sugerencia de Cossío («Habría que escenificar para nuestro teatro ambulante algún capítulo del Quijote»), Antonio Machado apuntó certeramente: «Los juicios de Sancho, además de malicia y donaire, tienen ese sentido natural de la justicia inseparable de la conciencia popular». «Sí –recordará Casona en 1962–.

Así pusimos en escena los Juicios de Sancho Panza en la ínsula Barataria y otras cosas que estábamos seguros que iban a merecer una atención del pueblo, del pueblo auténtico, del pueblo aldeano, del pueblo sin libros, del pueblo virgen al que le llegaba por primera vez el teatro. Hoy habrá llegado ya la radio, el cine, la televisión. Entonces no había llegado todavía eso»...

A veces, la participación tomaba derroteros de éxtasis:

«Una vez vi algo curioso. Un hombrote con la blusa, la rosa en la oreja, la vara en la mano, entra en el teatro como diciendo: «Vamos a ver qué tontería es ésta». Se sienta y saca el tabaco, que se pone aquí en el hueco de la mano izquierda, y empieza a qui­tarle los palos. Luego saca el papel grande, papel del Rey de Espadas, que se coloca en la comisura del labio. En esto, se levanta el telón y empieza la representación de El dragoncillo, de Calderón de la Barca, que es una pieza divertidísima, una estampa preciosa, que dura unos veinte minutos. Aquel hombre de la blusa clava los ojos en el escenario y sigue elaborando con parsimonia el cigarro, hasta que cae el telón. Cuando cae el telón, hace de pronto como si le hubiera pasado algo y le diera vergüenza. Entonces se apre­sura a encender el cigarro. Había pasado un momento de suspens­ión y volvía de otro mundo.»

La anécdota ha quedado tan grabada en el pensamiento de Casona que ha sido motivo de conversación, más o menos exacta y, erudita, en muchas ocasiones. Me gusta recordar las palabras con que se lo cuenta a José Monleón en la interesantísima entrevista que le concede en enero de 1964 y a la que necesariamente volveré a acudir:

«Yo he llevado el Teatro del Pueblo, formando parte de las Misio­nes Pedagógicas, por más de 500 pueblos de España. Recuerdo cuando llegamos a Sanabria. Íbamos médicos, ingenieros, peritos agrícolas... Pintamos y decoramos la escuela. Construimos camino anís adecuado; aún recuerdo que pedimos trigo del Canadá y que los resultados fueron magníficos. Mi trabajo funda­mental era dirigir una compañía de teatro. Creo que las represen­taciones deslumbraban a las gentes más que todo el resto. Me acuerdo, como si lo viese ahora, que una tarde montamos El dragoncillo, de Calderón. Un campesino, con actitud despectiva, sacaba los grumos del tabaco cuando se levantó el telón. Se había pegado el papel de fumar al labio y le pasaron los cuarenta minu­tos en un segundo. Cuando acabó la representación sintió una especie de sobresalto... Yo creo que cada cual cumplía una fun­ción; la mía era el teatro; la del otro, decirle al campesino la mejor época de siembra...»

En mi trato con escritores y artistas pongo siempre especial inte­rés en la repetición que suelen hacer de aquellos momentos que han quedado especialmente grabados en su mente, en su imaginación, porque ellos son, sin duda y con todo el amasijo de variantes de su manifestación, puntales de su biografía, confusa y reinterpretada como la vida misma, pero perfectamente exactas en su inseguridad.

Volviendo a la realidad de aquellos años, lo importante es que, de repente, dos teatros ambulantes, peregrinos, auténticos repre­sentantes de los ideales de la Institución Libre de Enseñanza, hicieron aparición en los escenarios de España: «La Barraca» y el «Teatro de las Misiones», ambos de parecido significado, aunque el segundo con una finalidad más pedagógica que artística. La Barraca –dirá Casona­–

«iba a poblachones castellanos que tenían un teatro un poco decente, un poco sin cultivar o de malos repertorios. Allí daban Lope bien presentado, modernamente hecho: nosotros íbamos a llevar el teatro a los campesinos analfabetos que no sabían lo que el teatro era y que, por tanto, lo veían por primera vez. Por esa razón nuestro repertorio tenía que ser forzosamente más simple, piezas cortas con música y pequeñas danzas. Lo difícil era crear este repertorio, que no existía».

Algunos componentes del teatro y el coro me decían en 1978, en un acto organizado por las Mujeres Universitarias en su sede de Miguel Ángel, que la Barraca era más elegante, aunque no se acercaba tanto al pueblo. Había en ella más competencia por los papeles importantes, mientras Casona debía dar a su conjunto una intención más pedagógica, menos pretenciosa: debían conformarse con dos telones, una mesa y una silla y los recursos del pueblo, mientras La Barraca contaba con decoradores y colaboradores como José Caba­llero, Benjamín Palencia, Alberto y Santiago Ontañón, entre otros.

Sin embargo, veinte años antes, en 1958, don Pablo de Andrés Cobos, otro contemporáneo de Casona que ya he citado, me había prestado una entrevista que José M.ª Salaverría hace a Lorca en 1932 para que yo leyera unas palabras del propio Lorca que don Pablo había subrayado para mí:

«Aquí no hay ni primeras ni segundas figuras; no se admiten los divos. Formamos una especie de falansterio en que todos somos iguales y cada cual arrima el hombro según sus aptitudes. Si uno hace de protagonista, otro se encarga de distribuir los bastidores, otro se convierte en un organizador de los efectos luminosos, y el que parece que no sirve para nada está, sin embargo, haciendo a maravilla el oficio de conductor de camiones. Una democrática y cordial camaradería nos gobierna y alienta a todos. Y así vamos, carretera adelante...»

¡Qué difícil, desde hoy, afirmar o negar matices, contrastes, interpretaciones...!

En la Revista Escuelas de España (diciembre de 1934-enero de 1935) publica Casona la «Memoria de la Misión pedagógico-social en Sanabria. Zamora», resumen de su recorrido por las márgenes del Tera y el lago de Sanabria, desde Mombuey a la Sierra de la Culebra por pueblos como Asturianos, Galende, Puebla de Sanabria.... pobres pueblos de ínfimos medios sociales y carentes de mínimos recursos. Cuando en el otoño de 1934 se acercan a San Martín de Castañeda, sienten con desolación la miseria «de largos años sin esperanza» de sus trescientos habitantes:

«Y una cincuentena de estudiantes, sanos y alegres, que llegan con su carga de romances, cantares y comedias. Generosa carga, es cierto, pero ¡qué pobre allí! El choque inesperado con aquella realidad brutal nos sobrecogió dolorosamente a todos. Necesitaban pan, necesitaban medicinas, necesitaban los apoyos primarios de una vida insostenible con sus propias fuerzas... y sólo canciones y poemas llevábamos en el zurrón misional aquel día».

Los misioneros no saben qué hacer y se les ocurre comprar a los del pueblo, a precios altos, todo lo que quieran venderles. Montan el tablado, pero sólo consiguen provocar el lastimoso ruego: que «oigan en Madrid cómo vivimos; que sepa el Gobierno...» Y es que –medita en alta voz Casona– antes de la semilla cultural es imprescindible una acción social directa: «...darles, junto a las normas higiénicas, la posibilidad de cumplir­las; llevarles abonos y semillas y enseñarles prácticamente las mejoras posibles de sus cultivos tradicionales; dotar a esas escuelas de material útil; fundar comedores y roperos; trabajar por estos niños, por estos campesinos, con la inteligencia y con las manos en comunión de ideales e intereses... Obra educativa siempre: cen­trada en la escuela, con su carga de futuro sembrada en la infancia.»

Cuando vuelven a Madrid, proponen al Patronato otro tipo de misión, y con entusiasmo y también dirigidos por Casona repiten el 5 de octubre de 1934. Entre los estudiantes que participan están Carlos Rivera de la Facultad de Agricultura; Germán Somolinos, de Medicina; Luis Santabárbara, de Arquitectura, además de dos mecá­nicos, Antonio de la Paz y Miguel González. Cuenta Casona con agridulce regusto el problema del maestro nuevo, cuyo conocimiento del pueblo procedía de una geografía turística que describía el lago, la carretera, un balneario y el monasterio benedictino, al encontrarse con que no es sólo el Monasterio lo que está en ruinas, sino que debe meter su cama en una escuela oscura y sucia, con los cristales rotos. Nos hallamos ante una de las más minuciosas y detallistas descripcio­nes de Casona: la limpieza de la escuela, la instalación de la cocina y el comedor escolar, la primera comida, el menú semanal, la conmo­vedora reacción de los niños que nuestro dramaturgo sabe transmitir magistralmente, la siembra de las semillas y la vuelta a Madrid el 15 de octubre «cumplido íntegramente nuestro programa de propósitos y dejando, junto a la obra material iniciada, una huella moral mucho más honda y perdurable, que no podemos reducir a cifras ni inventa­rio, pero de la que nos dieron plena seguridad las manos amigas, las palabras fervientes de gratitud, la emoción y el cariño que rodearon nuestra despedida».

En 1941, ya en Buenos Aires, todo esto sigue vivo en el recuerdo de Casona que, como «Cuaderno de Cultura española», auspiciado por el Patronato hispano-argentino de Cultura, publica «Una misión pedagógico-social en Sanabria», buscando –nos dice el autor– que la inmensa mayoría deje de creer que

«la obra de las Misiones no pasaba de ser un alegre turismo artís­tico de estudiantes en vacaciones, movidos por un vago idealismo soñador, en que lo pintoresco primaba sobre lo socialmente útil»

y con la intención de divulgar libre de «todo follaje de doctrina» lo que fue la labor realizada por tierras zamoranas en aquel otoño de 1934, que hoy en la lejanía se le antoja testigo de su fe y su esperanza en un mundo mejor. Supimos de este librito por el bibliófilo astu­riano Juan Santana y su noticia nos ayudó a buscarlo y encontrarlo en casa de don Ramón Menéndez Pidal.

Situaciones semejantes a la de Sanabria –recordaría más tarde el propio Casona– se encuentran en la Cabrera leonesa, en tierras de Galicia y por el Occidente de Asturias, en zonas de Degaña o Cangas del Narcea. Por una u otra razón son muchos los pueblos que, a pesar del tiempo, se han salvado del olvido. Hay anécdotas que debieron impresionar mucho a los estudiantes, como la sucedida en un pue­blecito leonés, La Araña, de tan difícil acceso que tardaron en llegar por empinados vericuetos siete horas a caballo. Tengo más de un tes­timonio de Rosalía Bravo, la mujer de Casona, y me la recordó hace poco, en diciembre de 1989, la hija de uno de los «misioneros». Casona nos lo ha contado así:

«Proyectamos una película documental breve, de un rollo, con tema de mar, en la que se desarrollaba una tormenta imponente. Había un naufragio, un barco en peligro. Una pobre mujer empezó a llorar allí y le dio un ataque de histeria terrible. Hubo que suspender la proyección. Cuando aquella mujer volvió en sí nos contó que un hijo suyo había ido a América. Para ella hasta aquel momento el mar no era más que una palabra y, de pronto, cuando lo había visto, creía que el hijo estaba pasando aquel nau­fragio. La anécdota me parece escalofriante.»

En 1935, el presupuesto de las Misiones Pedagógicas se recorta. Todavía El Sol de 17 de mayo de 1935 recoge las palabras de Cossío en la fiesta con que celebran en Bustarviejo su tercer aniversario:

«Por esto os felicito hoy, como siempre, en nombre de las Misiones; por vuestro entusiasmo juvenil, por vuestra elegancia espiri­tual, por vuestra ejemplar constancia, por vuestra generosidad inolvidable.»

Pero la indignación de los liberales empieza a reflejarse en los periódicos. En El Sol de 29 de junio de 1935 leemos:

«El eterno problema de España es éste: se combate a la Institución Libre de Enseñanza, a la Junta de Ampliación de Estudios, en este caso a las Misiones Pedagógicas, y nunca tienen algo con qué poner de manifiesto ante el país la eficacia de ninguna otra obra…»

Al día siguiente, 30 de junio, y en el mismo periódico, Américo Castro llama «dinamiteros de la cultura» a quienes vetaron el presu­puesto:

«Mas las derechas españolas entienden ahora que su papel con­siste en levantar los caminos para que una maleza abrupta vuelva a ocupar su espacio. Y pueden hacerlo con apariencias de legalidad, impunemente, sin que les formen Consejos de Guerra ni las señalen a gritos como a enemigos del género español. Porque sépase bien que tan criminal e insensato como hacer añicos la biblioteca de Oviedo o los tesoros de su catedral es el intento de aniquilar las Misiones Pedagógicas, que del año último a éste han bajado de 800.000 pesetas a 400.000, y que al próximo golpe desa­parecerán... Por lo visto, llevar a campos y aldeas cultura es un pecado mortal...»

En julio de 1936, ya en Guerra Civil, el Teatro del Pueblo daría su última representación en el Hospital de sangre Giner de los Ríos.

Parece que el Teatro y el Coro no vinieron nunca a Asturias, pero sí recorrieron las Misiones Pedagógicas una región con tan amplios precedentes en su afín de difusión cultural y extraescolar; claro que tanto la Extensión Universitaria como los Ateneos se preo­cuparon sobre todo de la Asturias central y proletaria, mientras la creación de Cossio se dirigió, fundamentalmente, a la Asturias rural y periférica.

Del 18 al 23 de mayo de 1932, Casona, acompañado del Inspec­tor jefe de Oviedo, Antonio J. Onieva, una doctora en medicina especialista en nidos y un maestro, desarrollan una Misión en Degaña.

Del 13 al 21 de agosto de ese mismo año fijan su centro de acción en Besullo, aunque visitan otros pueblos cercanos (Posada, Trones, Noceda, Otriello, Irrondo, Iboyo, El Pomar y Las Montañas). Como curiosidad, recogemos de su Memoria el programa de una de las sesiones nocturnas que se celebraban en la plaza pública:

l. Pueblos cazadores, pastores y agricultura. Industrialización moderna de estas actividades. Proyección de la película «Ganado lanar».

2. El Cid en la Historia y en la Poesía. El poema de Mío Cid. Lecturas: «La jura de Santa Gadea» (romance) y «Castilla» de Machado.

3. Los volcanes. Provección de «Islas Hawai».

4. La poesía en la escuela. Tagore. Lecturas: Poemas de La luna nueva.

5. El Renacimiento. Proyección de «Tesoros artísticos del Vati­cano» (durante la proyección, audición de cantos gregorianos: coros de la abadía de Solesmes).

6. Música descriptiva. Audición comentada: «En las estepas del Asia Central» (Borodine), «La mañana» (Grieg). (Anotamos sólo como curiosidad que esta melodía cerraba en olor de grandiosidad el último acto de Otra vez el Diablo).

7. Poesía moderna. «Los motivos del lobo» (Rubén Darío).

8. Cine cómico: «Caricatos».

Un año después, en el verano de 1933, vuelve Casona a su pueblo natal con otro equipo: «Dejó la Misión un gramófono y dis­cos, una biblioteca grande y seis escolares en los pueblos de alrededor y se repartieron 300 ejemplares de la Constitución». Y en 1934, siempre en verano, el mismo Casona volvería a dirigir una nueva semana de misiones. Los besullenses recuerdan muy gratamente aquellas visitas: «Lo que sí constituyó un espectáculo grandioso fue el cine mudo [...] que se proyectaba a base de pilas en la plaza frente a la panera de Cachoupo. [...] la gente se reía hasta reventar con las escenas de Chaplin, de Keaton y de los Marx» leemos en un librito de recuerdos de Besullo publicado por Teodoro Rodríguez.

Parece que en ninguna de estas visitas se presentó el Museo cir­culante que en Asturias sólo estuvo en las Misiones organizadas en Castropol. El «Museo del Pueblo» que trasladaban estos «misioneros patológicos», como cariñosamente los llamaría Lorca, era un con­junto de copias de Berruguete, Sánchez Coello, El Greco, Ribera, Velázquez, Zurbarán, Murillo y Goya que solían instalar en el Ayun­tamiento o en una escuela dejando allí la muestra una semana o diez días. Nos cuenta Enrique Azcoaga, uno de sus presentadores, con Sánchez Barbudo y Ramón Gaya entre otros, que aquella «semana de predicación artística no era nunca un alarde de sabihondez inconve­niente», sino el intento de hacer comprender que la pintura puede ser «una introducción a lo inefable, a lo invisible, a lo inédito, realizada por un espíritu que para no morirse de pena en la vida mediocre nos descubre la esencia, la riqueza y la magnitud del mundo, en el que durante algunos años residimos». Al finalizar la exposición, se repar­tían copias de los cuadros de tamaño reducido.

Escrito en plena guerra mundial y publicado en un periódico de Buenos Aires, tenemos un precioso documento de Casona, «El pueblo español y la cultura», en que recuerda cómo ante un proyecto como el Museo de las Misiones «algunos espíritus derrotistas se pre­guntaban maliciosamente. ¿No estarán ustedes cometiendo un pecado de ingenuidad? Goya, Velázquez, Lope, ¿no son alimentos demasiado exquisitos para un pueblo sin libros?» «¡No! –contesta un Casona enardecido– El pueblo español tiene un señorío natural capaz de suplir muchas lagunas de educación, y una maravillosa intuición artística, nutrida por tradición oral con toda la herencia poética del viejo Romancero», intercalando, como siempre para nuestra delicia, la personal anécdota:

«Recuerdo una tarde de primavera de 1936 en que el gran drama­turgo francés Lenormand me acompañó a presenciar una actua­ción al aire libre del Teatro estudiantil de Misiones en una aldea del Guadarrama próxima a El Escorial: Zarzalejo de la Sierra. Lenormand, cuya alma de niño curioso contrasta inesperada­mente con la hosca amargura de su teatro, contemplaba asombrado el espectáculo de un pueblo campesino que subrayaba con su alegría inteligente y su aplauso oportuno los pasajes más felices de una farsa de Moliere, de un entremés de Cervantes y una jácara de Calderón: "Este público –me decía– es lo mejor del espec­táculo. Los estudiantes franceses, los Théofiliens de la Sorbona, también han tratado de resucitar el viejo teatro, pero con un sen­tido puramente áulico y de erudición, de espaldas al pueblo. Aquello es el arte por el arte; ustedes, en cambio, han emprendido el verdadero camino: el arte al servicio de la vida pública. He ahí la gran consigna".»

Anécdota sobre la que Casona tiende, implacable, el mal augurio de la inminente Guerra Civil:

«Y mientras Lenormand hablaba así, en el fondo lejano de la tarde se proyectaba sobre el berrocal serrano la sombra de El Escorial: el símbolo opuesto de la vieja España filipina en cuyo seno comen­zaba ya a fermentar la sublevación teocrático-militar de julio. Meses después la aldea de Zarzalejo contemplaba aterrada el fusila­miento de obreros y campesinos en la misma plaza donde una tarde reciente de primavera se había escuchado, de labios estudiantiles, el donaire inmortal de la prosa cervantina. La sombra fatídica de El Escorial había triunfado contra la luz de la república popular».

No sé si es ésta la más amarga, terrible y contundente diatriba que sobre la España de los primeros años cuarenta lanza Casona desde tierras americanas:

«Ahora estamos viviendo en su máxima intensidad la tragedia ini­ciada en tierra española, que pronto había de incendiar a toda Europa. Los jóvenes maestros de la República han pagado en carne y sangre el delito de educar a la nueva infancia para una ciu­dadanía de libertad y de cultura: unos han caído ante el pelotón, otros aguardan el nuevo amanecer en la desolada fatiga de los campos de concentración o en el hospitalario destierro de Amé­rica. Y los programas escolares de España han vuelto a reducirse a la estúpida estrechez de las «cuatro reglas», los silabarios y el cate­cismo cantados a coro, y la historia nacional «a partir del glorioso Movimiento».

Pero la semilla no se ha perdido; el pueblo la conserva allá, bajo el frío silencio de su esclavitud, como la sembradura de trigo bajo la nieve. Conoce ya el fecundo valor social de la escuela, cuya ausencia actual es una de sus muchas hambres. Sabe que esta lucha universal, comenzada en las bardas de su aldea, además de sus postulados de libertad y de justicia, entraña un duelo a muerte entre las fuerzas de la barbarie y de la inteligencia. Y espera que un mañana próximo, sus maestros han de regresar, sus bellas escuelas volverán a abrirse tras las sangrientas vacaciones; y sobre el horizonte del trabajo y la paz, volverá a florecer la eterna prima­vera de la cultura.»

El recuerdo de las Misiones pedagógicas no sólo ha estado siempre vivo en Casona, sino que informa gran parte de su concep­ción teatral. El 6 de noviembre de 1957 Casona publicaba en El Universal, de Caracas un artículo titulado «Pueblo y Teatro», en que con extrema y aguda clarividencia y recordando aquellas palabras de Antonio Machado, «escribir para el pueblo significa en Inglaterra lla­marse Shakespeare y en España, Cervantes», denuncia ese tremendo error de «considerar la palabra «pueblo» adscrita a una determinada clase social, de economía manual y cultura primaria, suponiendo en consecuencia que el «teatro popular» exige una temática proletaria, un lenguaje vulgar y un tratamiento artístico rudimentario como si estuviera dirigido a mentalidades menores de edad». La presencia en Río, Montevideo y Buenos Aires del Teatro Nacional Popular francés «con la conducción severa de Jean Vilar y el arte apasionado de María Casares» y las palabras de Vilar («socialmente el teatro debe ser considerado como un servicio público, ni más ni menos que la higiene o la educación», o su respuesta a eterna pregunta «¿Teatro para la minoría o para la multitud?». «Ni para una minoría, ni siquiera para una muchedumbre. Teatro para "la totalidad"», o su concepción de que el verdadero teatro es trabajo que llena profesio­nalmente una vida, «E1 ideal como escenario es el aire libre, y como público el pueblo entero») provocan en Casona una de sus reflexio­nes públicas más ardientes y lúcidas que, claro está, el dramaturgo no puede alejar de su propia biografía:

«Al mismo afán respondían los espectáculos multitudinarios orga­nizados por Margarita Xirgu bajo la República española, con los quinientos figurantes de su Alcalde de Zalamea representado en la plaza de toros de Madrid, su Fuenteovejuna en la plaza histórica del pueblo que Lope elevó a protagonista colectivo de su drama, y su Medea en las ruinas del teatro romano de Mérida ante 40.000 (sic) espectadores fervorosos llegados de todos los rincones de España. Labor semejante hacía Federico García Lorca con su Barraca tras­humante de ciudad en ciudad, y mis estudiantes de las Misiones pedagógicas de aldea en aldea, tratando de devolver al pueblo el teatro, las canciones y las danzas del pueblo.»

Y con esa melancolía tan suavemente amarga con que de vez en cuando Casona tiñe cuanto escribe, termina:

«Hoy Jean Vilar me ha traído de golpe estos recuerdos queridos, y por un instante lo he soñado en la carreta quijotesca de «Angulo el Malo», con nuestra Margarita Xirgu y nuestra María Casares, con nuestros estudiantes de Misiones y nuestro Federico, reco­rriendo los páramos donde no hay libros ni canciones ni come­dias, con aquella bandera blanca en que Roman Rolland escribió su lema "Hay que democratizar la Belleza".»

 

  

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