Número 24. Septiembre de 2008

ECOS CRÍTICOS DEL ESTRENO DE 1908
‘Los intereses creados’, en Gijón

José Luis Campal
RIDEA

La farsa guiñolesca de Jacinto Benavente (1866-1954) Los intereses creados se estrenó el 9 de diciembre de 1907 en el Teatro Lara de Madrid y constituyó uno de los grandes hitos en la abundantísima producción (cercana a los dos centenares de títulos) de nuestro premio Nobel; no en vano, Ruiz Ramón la cataloga como «una de las obras maestras del teatro español del siglo XX».

En Los intereses creados, organizada en dos actos –el primero compuesto por un prólogo y dos cuadros de 4 y 10 escenas, respectivamente; y el segundo por un cuadro de 9 escenas–, Benavente recuperó, aunque adaptándolas a sus propósitos, las esencias de la commedia dell’arte italiana, de cuyos personajes ya se había servido en piezas anteriores como Cuento de primavera (1892). Levantó así una estructura dramática compleja en la que se introducía una moderna sátira social teñida de pesimismo por las fuerzas que movían el mundo (la apariencia y el fingimiento), no pasando desapercibidas las veladas alusiones homoeróticas con que el autor hace vivir su relación al dúo protagonista de Leandro-Crispín (símbolos del amo y su pícaro servidor, encarnadores, como han visto los estudiosos, del doble plano idealismo/materialismo), que supera los límites de una estrecha amistad, lo cual, a la hora de su representación original, fue subrayado al hacerse cargo del papel de Leandro una actriz en lugar de un actor.

Esta comedia carnavalesca –que Benavente, según confesó, redactaría de seguido unos meses antes– no llegó a las tablas de Asturias hasta la primavera del año siguiente, cuando la montó la Compañía Montijano en el antiguo Teatro Jovellanos el miércoles 29 de abril de 1908, con lleno absoluto y anuencia final del auditorio gijonés; el programa se completó con la puesta en escena del juguete cómico en un acto de Vital Aza titulado Francfort. Horas después de la función, ya se habían hecho eco de la misma los dos principales rotativos de la ciudad (El Comercio y El Noroeste), como corresponde y contra el inapetente hábito actual en el que las reseñas de los espectáculos aparecen cuando éstos ya no están en cartel.

En El Comercio, un cronista sin identificar ofrece sus impresiones sobre la propuesta benaventina en la plana primera del diario bajo el epígrafe “Notas teatrales”. Pone el acento sobre los alardes formales y avala, frente al decaimiento del segundo acto, la excelencia del arranque:

«No hay para qué poner un ‘exordio’ a esta breve reseña, elogiando el teatro de Benavente y poniendo una vez más de manifiesto la sincera admiración que en nosotros despierta siempre su labor dramática llena de delicadeza, de aticismo, de burlona y cáustica ironía. Benavente se ha creado, como hombre de teatro, una reputación consagrada por la crítica, que podrá disentir en cuanto a la apreciación del fondo de alguna de sus obras, no siempre sano, ni por tanto, digno de incondicional recomendación; pero que se ha mostrado unánime en cuanto a reconocer en tal ilustre dramaturgo dotes literarias de primer orden, que hacen de sus producciones verdaderas joyas artísticas para el público docto, erudito y ardiente adorador de la ‘forma’, esencial elemento de toda obra que aspire al calificativo de ‘bella’.

»Y hay que confesar que en “Los intereses creados” esa forma se señala de un modo especial por su ingenua frescura y por su sugestivo encanto. En tal concepto, el primer acto de la comedia estrenada anoche es la creación, verdaderamente ideal, del alma de un gran poeta. Ante ese primor de inventiva, de gracia y de elegancia palidece un tanto el acto segundo, sin que con esta nuestra particular apreciación pretendamos restarle parte alguna del extraordinario mérito que sin duda alguna reviste. Pero siempre que del primer ímpetu se eleva el vuelo a semejante altura resulta muy difícil mantenerse largo tiempo en esa región fantástica a que un momento de feliz inspiración arrastra a veces al hombre de letras.

»La nueva creación teatral de Benavente merece figurar entre las mejores que han brotado de su pluma, a ninguna otra, en este respecto, comparable. A través de la trama en apariencia sencilla, pueril o inocente de aquel teatro Gignol se vislumbra de un modo harto claro el profundo pensamiento que informa la gentil comedia de un corte nuevo en medio de su rancio y popular abolengo.

»Y nada más decimos por temor a profanar la obra, sometiéndola a un análisis que parecería tender tan sólo a destruir y aniquilar la intensa emoción estética que aquélla produce en el ánimo de quien la escucha.

»La Compañía del veterano señor Montijano, compuesta en su mayor parte de actores ya ventajosamente conocidos de nuestro público, dio a “Los intereses creados” una interpretación sumamente discreta y tan igual, que apenas cabe señalar preferencia alguna en la mención que es costumbre hacer de los encargados de representar una obra teatral. El público, que escuchó la obra con marcada complacencia, premió a todos con nutridos y sinceros aplausos. El teatro ofrecía anoche el mejor golpe de vista, lleno como se encontraba de una concurrencia distinguidísima».

Con mayor prolijidad se extendió el por entonces crítico de El Noroeste Alfredo García y García, Adeflor, en su sección “Impresiones teatrales”. Haciendo gala de períodos cortos y elegantes, no exentos de elaboraciones metafóricas en el comienzo de su reseña, el joven comentarista disecciona el argumento interpretando conductas y fijando los objetivos del ardid, para concluir con la aprobación entusiasta de la planificación dramática de Benavente, al que equipara con maestros de los siglos precedentes (Shakespeare, Molière y Tirso). Esto fue lo que Adeflor escribió:

«Asistimos a una farsa. Asistimos a la vida. Crispín ha sido truhanesco y sencillo. En los recios galeones, camino de Argel, remó para los Polichinelas que llegaron a señores, para los villanos que con el puñal, la ganzúa y la conciencia a la espalda escalaron el seguro trono de la riqueza, donde todo es poder. Crispín es criado de un arruinado caballero. Crispín espera que en este galeón de la vida remarán ahora todos para él. ¿Cómo? Creando intereses.

»Llega con su señor a una ciudad. Su señor pasará por magnánimo caballero, por príncipe de sangre nobilísima. Para ello Crispín da sencillas lecciones a su amo. Su amo, Leandro, que es bien portado, ha de ser parco en palabras. Tiene figura distinguida, modales principescos, rostro agraciado, gentileza en su persona. Con que no hable todo marchará bien. Crispín será el portavoz de todas las grandezas de espíritu de su señor. Nada más seguro para la gloria de los príncipes que el silencio.

»Las armas y las letras prestamente le rendirán pleitesía. Un soldado y un poeta, el poeta Arlequín, serán despreciados en el mesón por el dueño, envanecido de tener en su casa a un tan alto caballero como Leandro. Éste se enterará y Crispín, intérprete de su amo, ordenará al hostelero que dé buen vino y mejores viandas al poeta y al soldado, más sesenta escudos a cada uno. Todo lo pagará el distinguido caballero. Así lo dice solemnemente el pícaro Crispín, armas y letras se rinden. Aquella espada del soldado anhela un momento en que pueda servir a aquel gran señor. Aquel plectro del poeta, presto se halla a acompañar sonetos loorosos, glorificadores de aquel hombre espléndido...

»¿Qué falta para conquistar el mundo? El amor. Y por él van a casa de doña Sirena, dama arruinada en cuerpo y fortuna. Doña Sirena da aquella noche una ‘soirée’. Pero es muy probable que la fiesta no pueda celebrarse. Doña Sirena tiene que pagar una orquesta y unos criados y un festín, pero no todos están dispuestos a servirla. Y cuando cree que pasará por la vergüenza de suspender la velada, suenan las músicas en el jardín y nota doña Sirena trajineo de domésticas. ¿Quién ha obrado el milagro? Crispín. Crispín ha encontrado un usurero que sin más garantía que el aristocrático porte de Leandro ha entregado a buen interés una porción de dinero. Crispín llega a saludar a doña Sirena y le propone cien mil escudos de presente si favorece los amores venideros de Leandro y de la hija del rico Polichinela, la bellísima Silvia. A tan insolente proposición doña Sirena se hubiese enfadado si Crispín no la dijera que nada tiene de ofensivo el oficio de mediadora entre dos que se amarán tiernamente y que sobre él recaerá toda la culpa de una aceptación de pago que pudiera parecer indiscreta... Doña Sirena no cabe en sí de gozo. Su casa volverá al antiguo esplendor. ¿No veis cómo Crispín va creando intereses?

»Silvia y Leandro se ven y se aman fervorosamente. Crispín, que conoce a Polichinela, le denuncia esos quereres, para que los quereres triunfen. ¿No bastará que el padre se oponga para que la madre ceda y la hija ame con más fuerza? Sobreviene el escándalo. Polichinela aparta a Silvia de Leandro... Pero Silvia busca por el jardín a Leandro y ella recita sobre el pecho del caballero amante una canción al silencio de la noche, a ese silencio que tiene “la inefable voz / de los que murieron amando en silencio, / de los que callaron muriendo de amor”. Crispín ve aquel cuadro de sincera poesía, porque Leandro ama a Silvia con frenesí y, exclama: “¿Quién podrá vencernos si es nuestro el amor?”. Y queda creado el mayor interés: el cariño.

»Toca la farsa a su desenlace. Por la ciudad corre el rumor de que el príncipe misterioso, Leandro, está herido mortalmente. Polichinela ha hecho que unos mozos armados maltratasen al pretendiente de su hija. Esto hace que el pueblo se indigne. No hubo tal asechanza. Sí la hubo; pero dispuesta por Crispín. Silvia, que cree moribundo a Leandro, quiere verle y va a su casa. Llega en su busca Polichinela acompañado del hostelero, del avaro y de la justicia que ya ha escrito 2.800 folios por andanzas de aquel señor y de aquel criado en un lugar vecino. Se esconde Silvia. Huye Leandro. Sólo queda Crispín para arreglarlo todo.

»Clama el hostelero por sus escudos, el avaro por su préstamo, el juez ve en perspectiva mayores derechos de justicia. Todos los acreedores temen que empiece a escribir el secretario que el Doctor trae. Porque saben que todo el dinero quedará en los folios. Entonces Crispín se aprovecha de los ‘intereses creados’. Advierte al dueño del mesón, al usurero y a la justicia que no podrán cobrar nada si estorban con sus demandas el casamiento de Leandro con la bella hija del rico Polichinela. Y es claro, todos callan y convencen a Polichinela de que case a Silvia con el caballero que ya todos juzgan principal. No se aviene a razones el mercader y entonces pide Crispín que conste en el inventario que hará el Sr. juez que la hija de Polichinela está en la antesala. En efecto, aparece Silvia con doña Sirena y con Leandro. Éste, amoroso, declara que sólo quiere el cariño de Silvia. Crispín sonríe... El Doctor, temeroso de no cobrar sus derechos de justicia, amenaza con hacer constar en autos el hallazgo de Silvia si Polichinela no firma un documento en que otorgue larga pensión al nuevo matrimonio. Crispín ha vencido. El mundo es suyo porque ‘creó intereses’.

»Hemos sido prolijos en el relato de la comedia para que se advierta toda la tendencia, toda la enjundia de ella. Esos personajes ‘guiñolescos’ son de cartón, en opinión modesta de quien nos anuncia la farsa. Pero no; esos ‘guiñoles’ son de carne y hueso. Son toda la triste y amarga realidad de la vida, poetizada únicamente por esos “hilos formados por rayos de sol” que mueven los corazones de los muñecos humanos, como otros hilos mueven las manos y los pies. Los amores de Silvia y Leandro son lo único puro de este trafagar incesante del vivir...

»La obra tiene un marcado sabor clásico en la forma. Nada tan puro de estilo. Nada tan limpio y transparente de factura. Siente desmayos nuestra pluma para juzgar tan alta producción, esencialmente humana. Con personajes viejos se ha hecho una comedia nueva, original, sublime, inefable. De estilo caballeresco el primer cuadro, de tono romancesco el segundo, lleno de ambiente bufonesco el final, como algunas burlas de Juvenal y Quevedo, tiene toda la ‘farsa’ la intensidad y valor de un cuadro que pintaran en el lienzo de la dramaturgia un Shakespeare, un Molière y un Tirso de Molina. A todos llega y a todos complementa este gigante que se llama Jacinto Benavente.

»En la interpretación pusieron cuanto pueden poner los simpáticos y modestos artistas que dirige el Sr. Montijano. El debut de la Compañía iba admirablemente apadrinado con obra tan colosal como la estrenada anoche. La sala del Jovellanos estaba espléndida. El público era numeroso y distinguido».

 

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