Número 13. Enero de 2005

Lo mítico en el don Juan del Barroco (y II)

Pablo Rodríguez Medina

3.2 Don Juan como destructor de mitos sociales y literarios

El autor busca ofrecernos una totalización del mundo que es burlado por don Juan. Los casos que se nos presentan de mujeres burladas y de amigos, prometidos, etc., están elegidos para ello de entre las diversas capas sociales con lo cual el autor quiere darnos la idea de la talla y de la capacidad burladora de don Juan18.

Pero no sólo son burladas las mujeres y sus respectivos amantes, sino que todos los vínculos sociales son objeto de su afrenta.

Además en ese proceso de destrucción social, don Juan se encarga de destruir varios mitos literarios y sociales, a la vez que el autor aprovecha para lanzar una velada e indirecta crítica social contra las instituciones y las leyes del hombre y del mundo.

Ambas circunstancias, la destrucción de mitos y la crítica social, se dan a la vez. Por un lado, las víctimas de don Juan no son completamente inocentes, sino que cometen errores que dan pie a la ofensa de don Juan19.

A la vez, son esos errores los que contribuyen a que don Juan, con su engaño, resalte una cara del estamento al que representan que había sido relegada en favor de un idealismo.

Así, la mítica honradez y castidad con las que la corriente prefisiocratista (desde Fray Luis de León pasando por las obras de Lope sobre el honor campesino) habían caracterizado a las mujeres del mundo rural, encuentran aquí un contraste claro: la ridiculización de este empeño en la figura de Tisbea que resultará burladora burlada y el ansia de crecer en honra, el ascenso social del padre de Belisa y la estulticia de ésta, que los harán cancelar la inminente boda con Batricio para aceptar la promesa de don Juan.

Radicalmente opuestas se nos presentan estas visiones a dramas como Fuente Ovejuna o Peribáñez y el Comendador de Ocaña, de Lope de Vega.

De la misma manera Isabela aceptará la mano y llegará a acusar tácitamente a Octavio con el fin de hallar remedio a su deshonra.

Quizá la única mujer que se salva de un ataque feroz sea doña Ana, porque el peso de la crítica recae sobre el Marqués de la Mota (en este sentido sería una estructura inversa a la de Isabela y Octavio), que después de tanto jactarse de su capacidad para hacer perros, y de su fama de compañero de rondas con don Juan, acabará casándose con una mujer deshonrada: burlador burlado, como Tisbea.

Todos ellos serán castigados de acuerdo con la justicia poética a contraer respectivos matrimonios en circunstancias poco deseables.

Además el autor hace una crítica a las instituciones que debieran administrar justicia en la tierra.

La corte y el rey no sólo no castigarán a don Juan (el exilio más bien parece una precaución para mantenerlo a salvo de Octavio y el Marqués de la Mota), sino que lo ayudarán a escapar, como es el caso de don Pedro Tenorio, o incluso lo protegerán, como hace el rey al amenazar de manera sugerida a Octavio para disuadirlo de su sed de venganza, aun sabiendo de sus razones y de su inocencia.

El mito teatral del rey sucumbe aquí también, se deshace para dar paso a una corrompida sociedad que protege al culpable y le da amparo20.

En ese contraste encuentra su plena funcionalidad dramática la larga descripción de la ciudad de Lisboa que hace el Comendador don Gonzalo ante el rey, como bien ha puesto de manifiesto Ignacio Arellano21.

Finalmente, hay que destacar que don Juan vence al mundo.

En ese desencuentro con el mundo, lo más característico del mito de don Juan, frente a otros mitos de la antigüedad, es que el protagonista no muere a manos de la justicia de los hombres —lo que constituiría una alabanza y consolidación de la polis22 y del sentimiento de comunidad—, sino que deberá ser la justicia divina la que irrumpa en el mundo para dar castigo al hombre23.

Constituye, por lo tanto, el testimonio más fiel de que algo comienza a cambiar en la sensibilidad del hombre barroco, pues el firme esquema y la mentalidad de obras anteriores y de la consolidación de un esquema social inamovible y perfecto, que por tal perfección garantizaba el orden y la justicia, comienza a fallar en nuestra obra.

La justicia del hombre ya no es capaz de castigar al malvado, al trasgresor, sino que lo arropa, lo protege. Será entonces la justicia de Dios la única capaz de dar castigo al culpable —en consonancia, eso sí, con el concepto literario de la justicia poética teatral—.

La única creencia —reafirmándose en consonancia con una mentalidad post-tridentina— que garantiza al hombre la justicia es Dios, Dios y su poder infalible.

 4. Don Juan y su castigo

Si en dos aspectos necesarios para la construcción del mito insistió el profesor Carlos García Gual en su interesante y excepcional charla24 fueron las siguientes: el mito se completa únicamente con el castigo de don Juan y el mito de don Juan —al que por cierto, otorgó mayor carga mítica que a ningún otro de los que fueron objeto de estudio en diferentes charlas25— es un mito cristiano, es decir, producto del cristianismo.

Como podemos observar, ambas notas están en estrecha relación con la divinidad. Y es que, en ese ritmo in crescendo que ya observaron algunos críticos26, la esfera de la divinidad constituye el límite y la frontera última que acabará con don Juan.

Sin embargo, debe aclararse que el pretendido carácter diabólico que se le pretende otorgar a don Juan es más bien eso, pretendido27.

Porque sólo hay una cosa que une a don Juan y a Satán, y es la ofensa a Dios —que no alzamiento—, pero con un matiz fundamental: lo que impulsa a Satán es el alzamiento por el poder, y por lo tanto, es un alzamiento consciente, mientras que don Juan ofende a Dios por desconocimiento puro, por su temible ceguera y por ignorar los límites del hombre28.

Ciertamente, en sus fechorías y engaños, don Juan había afrentado de manera indirecta a la divinidad: por los actos en sí y por el doble sentido de las transgresiones, pues el juramento en vano constituía el acto de perjuro contra el hombre y contra Dios. También traicionar la hospitalidad del rey de Nápoles, como cualquier otro rey, vicediós en la tierra, tendría connotaciones —por mínimas que fuesen— religiosas. Más acentuadas estarían en el caso obvio de atentar contra la vida de manera tan flagrante como fue el asesinato del Comendador don Gonzalo.

Pero el culmen lo constituye, desde mi punto de vista, el hecho de que don Juan, sin darse cuenta viola la hospitalidad del mismo Dios y el derecho de todo cristiano a su protección (acogerse a sagrado). Don Juan no sólo desprecia este derecho, sino que aprovecha la ocasión para agraviar la memoria del hombre muerto por su propia mano: 

CATALINÓN

La iglesia es tierra sagrada.

D. JUAN

Di que de día me den

en ella la muerte. (…)29

(…)

D. JUAN

¿Qué sepulcro es este?

CATALINÓN

Aquí

don Gonzalo está enterrado.

D. JUAN

Este es el que muerte di.

¡Gran sepulcro le han labrado!

CATALINÓN

Ordenólo el rey ansí.

¿Cómo dice este letrero?

D. JUAN

“Aquí aguarda del Señor,

el más leal caballero,

la venganza de un traidor.”

Del mote reírme quiero.

¿Y habéisos vos de vengar,

buen viejo, barbas de piedra?

CATALINÓN

No se las podrás pelar;

que en las barbas muy fuertes medra.

D. JUAN

Aquesta noche a cenar

os aguardo en mi posada.

Allí el desafío haremos,

si la venganza os agrada;

aunque mal reñir podremos

si es de piedra vuestra espada30. 

Es entonces cuando tras un largo proceso de diversos avatares y ofensas el agravio se produce de manera directa contra la divinidad, pero sin que don Juan opere en él de una manera consciente.

Tal es la ceguera y la soberbia de que es víctima don Juan que incluso no percibe la magnitud del enfrentamiento y sólo al borde de la muerte, cuando la estatua del Comendador don Gonzalo, el espectro del muerto le aferra la mano para llevarlo a los infiernos, comprende su implacable destino y se esfuman la soberbia, la ceguera, después de haber intentado, en vano, matar nuevamente al Comendador.

Ciertamente, reside en este castigo lo más característico de don Juan, el duelo con la muerte. Coherente consigo mismo —una de las características del carácter definidas por Aristóteles— el personaje no se amedrenta ante el fantasma, porque aún está embriagado de su temporalidad de presente eterno, en su creencia de que no hay futuro, en su “tan largo me lo fiáis”.

Cumpliendo con su promesa —algo atípico en él— don Juan se reafirma en sus notas más características, y se reafirma ante lo telúrico y lo divino (el muerto que viene a ejercer justicia por la mano de Dios).

El don Juan barroco exige, de manera indirecta, al acudir a la cita con la estatua, a la divinidad ser dueño de sí mismo, de sus actos —por muy instintivos y destructores que éstos sean— de los que no tiene que rendirle cuentas. Pero desconoce sus límites y sucumbirá víctima de su propio afán de eternidad, creyendo aún en su inmortalidad31.

Por ello se hace necesario su castigo, porque este castigo implica de manera inequívoca la perseverancia del carácter y su reafirmación, de otra manera, la tragedia del mito quedaría mermada. Lo genuino de don Juan es que en su castigo y en su derrota hay algo que nos asombra: su irreductibilidad, su obstinación, su entereza como carácter.

Esa capacidad de seguir manteniéndose obstinadamente, de reafirmarse, constituye, de alguna manera, su pequeña victoria dentro de la derrota y el castigo.

Y que sea un mito creado por el cristianismo, o un mito cristiano, tiene mucho que ver con las corrientes filosóficas y la situación sociopolítica de la España Barroca post-tridentina, pues, pese a que el humanismo hubiese invadido de manera fecunda el mundo intelectual del siglo XVI, cabe recordar el apego a la religión cristiana con continuidad y manera de proceder típica del medievo32.

En sintonía con esta manera de pensar, ya hemos aludido anteriormente a un sector importante de la crítica33 que ve en esta obra el enfrentamiento entre dos concepciones del hombre: la concepción del hombre moderno conocida como antropocentrismo y la concepción medievalista y teocentrista del hombre que sitúa a Dios como elemento nuclear en torno al cual gira el universo. 

5. Don Juan y el espectador

Estimo conveniente ofrecer un último capítulo a modo de apéndice en el que analizar brevemente la tradición de don Juan que existió anterior a la obra barroca que nos ocupa y ver, en pocas frases unos aspectos que estimo igualmente oportunos para analizar la relación con el público.

Muchas páginas se han escrito intentando analizar las obras y los antecedentes dispersos que podrían haber motivado la aparición de la figura de don Juan34, cuando lo realmente importante no sería tanto ver qué había de precedente sino si esa materia, indudablemente anterior, pudo consolidar o crear en mayor o menor medida el sentimiento colectivo de comunión que Andrés Amorós35 ha cifrado para la obra posterior del Don Juan Tenorio de Zorrilla.

No hay duda, creo, que muchos de los elementos remiten al folklore (bien peninsular o románico), pero habría que preguntarse si ese fondo cultural colectivo estaba activado en la representación.

Desde mi punto de vista, creo que la obra que ha venido siendo objeto de este análisis constituye una de las pocas excepciones (en relación con el vasto corpus teatral de nuestro teatro áureo) en la que se produce el efecto catártico y en la que se crea un sentimiento de comunidad.

No en vano, y dada esta complejidad que emana de la obra, podríamos permitirnos el análisis y la funcionalidad desde diversas perspectivas (que se han ido apuntando a lo largo de este trabajo: religiosa, social, filosófica…).

El espectador experimenta la catarsis que nace del sentimiento profundo, complejo, contradictorio que acabará resolviéndose en una purificación de las pasiones mediante la contemplación de una historia de un caso concreto, parafraseando a Aristóteles.

No se puede dejar de experimentar la atracción por ese halo profundo, por esa personalidad maldita del don Juan, porque el personaje nos representa en tanto que somos individuos y nos sentimos atraídos por esa vertiente individual, de sentimientos reprimidos, de cauce subyugado a la sociedad.

Pero sin embargo, también el lector o espectador (de hoy, ayer, mañana, siempre) participa de la sociedad en la que está envuelto y que condena la violación de las pautas sociales, su afrenta a la ley establecida y su trasgresión de los límites.

A medida que avanza la obra y que el ritmo in crescendo va ensalzando y perfilando la figura del don Juan, el espectador presiente en poco espacio de tiempo el abismo infernal que los separa cuando hace pocos instantes sentía admiración, casi condescendencia por su figura.

Don Juan es inmortal, mítico, porque el autor hace que no se burle de una  sociedad concreta, sino de la sociedad, del pacto entre los hombres, y porque plantea el conflicto entre el individuo y la sociedad, y en esencia, el conflicto del hombre que se sabe condenado a unos límites —en este caso, que los ignora—.

Don Juan plantea en ese desconocimiento e ignorancia consciente la actitud humana ante el poder36, el conflicto del ansia por dominar los acontecimientos desde una perspectiva propia, personal.

A su manera, don Juan intenta pa-recerse a Dios, o mejor dicho, prefiere ignorar a Dios para colocar en su lugar el poder del hombre que se ha liberado de los aspectos religiosos y sociales que lo reprimen. 

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NOTAS 

18 Vid. F. Fernández-Turienzo, op. cit., págs. 276-277: “Lo que avasalla de don Juan es su misma pujanza, que conculca leyes y normas, allana obstáculos y arrastra en su torbellino a todos los que le circundan (…) Don Juan descoyunta -observa Díaz Plaja- las relaciones amorosas y separa a los amantes (Isabela-Octavio; Doña Elvira- Mota; Tisbea-Anfriso; Aminta-Patricio) y los coloca fuera de sí. Y no contento con esto, reduce a impotencia al mismo rey, se burla de su propio padre, perturba dos reinos y pone en conmoción a los elementos: tierra, fuego, agua aire, en la dramática imprecación de la dramática Tisbea. El drama en conjunto es un maravilloso crescendo -ya sabemos que Tirso no es analista de laboratorio- que culmina en la tormenta final; tormenta en que el cielo, es decir, la justicia divina fulmina al perjuro.”

19Así lo expone C. Aubrun en  La comedia española, Madrid, Taurus, 1968, págs. 143-144: “Don Juan abusa alternadamente de una dama de la corte y de una pescadora, de otra dama y de una mujer humilde, una campesina. La primera bien se lo merecía, ya que esperaba en su aposento a otro galán. La segunda estaba loca de atar: el fuego que prende a su choza a la mañana siguiente indica el estado de sus sentidos. La tercera jugaba también con fuego (y con el Marqués de la Mota), pero era con buen fin; don Juan penetraba con dificultad en su casa haciéndose pasar por su amante, ella se le escapa pero sus audacias son castigadas con el asesinato de su padre que perpetra el impúdico caballero. La vanidad y la tontería de la cuarta mujer -y que también son propias de ella, piensa Tirso- le valen el que se deshonrada el mismo día de su boda.”

20 Vid. F. Fernández-Turienzo, op. cit., pág. 282: “Y para llegar a él (al sentido último del mito), es necesario desprenderlo de dos cáscaras que lo envuelven: el aspecto de crítica social, indiscutible en la obra -pero perecedero como las estructuras sociales -y el contenido estrictamente teológico, que por apoyarse en una visión del hombre, en un valor humano hemos de supeditar a esa visión del hombre.”

21 Vid. Ignacio Arellano, pág. 345: “Si se leen con atención los dos pasajes más denostados, el monólogo de Tisbea y el elogio de Lisboa, se ve cómo lejos de ser postizos afuncionales, el elogio de Lisboa, entre otros objetivos, establece un modelo mítico, ideal, con el que se contrapone la corrompida Sevilla que ofrece al burlador injusta impunidad, proyectando en la obra una profundidad de implicaciones morales y sociales de gran importancia.”

22 Vid. Pilar Palop Jonquers, op. cit.

23 Vid. Fco. Ruiz Ramón, op. cit. pág.  209: “Tirso de Molina, al hacer que don Juan  sucumba a la justicia de Dios, imposibilita para siempre que don Juan sucumba a la justicia de los hombres. La última aventura de don Juan le sustrae, radicalmente, al poder del hombre. El don Juan Tenorio de Tirso, en el que nace el eterno don Juan, no burlará a Dios, pero burlará eternamente al mundo, mientras dure el mundo.”

24 Me remito a mis notas tomadas de aquel ciclo de conferencias ya citado en la nota 2.

25 Estos eran el Cid, la Celestina, el Lazarillo y don Quijote.

26 Vid. por ejemplo, Fernández-Turienzo, op. cit., págs. 276-277. Más extenso y conciso es C. Aubrun, op. cit. págs. 143-144: “ está bien marcado el crescendo: don Juan viola la amistad y ofende al rey; viola las leyes de la hospitalidad; mata a un anciano; profana un sacramento y desafía sin cesar a la Providencia. desde la aventura cínica y el abuso sinvergüenza, el hombre “sin nombre” ha pasado al crimen y al sacrilegio. Don Juan no es un seductor, no conquista; engaña brutalmente, con su máscara o con sus palabras, al amparo de la noche, o mediante una promesa y una mentira. ¿Obedece a sus instintos? Ni siquiera eso; entregado por entero a su culto pagano del horror deshonra a sus padres, a sus amigos de familia noble, con el fin -concepto curioso pero muy extendido en la época- de aumentar su propia fama, incluso llega más lejos, demasiado lejos. Obsesionado por su “gloria”, pone en entredicho al rey, que es la fuente misma del honor. Como el público no dista mucho de compartir las ideas de don Juan, entonces muy comunes, Tirso, prudentemente, empieza con bromas que le hagan reír; después se las arregla para que traspase los límites; sus “burlas” se hacen cada vez más odiosas. Así la obra vale por el más eficaz de los sermones (…) A pesar de las llamadas de la Gracia, que se repiten como un “leit motiv”, don Juan se endurece y responde “Tan largo me lo fiáis”, tengo tiempo sobrado para convertirme, dadme crédito hasta la hora de mi muerte” Don Juan exagera, es lo propio del vicioso”.   

27 Estoy en contra de las apreciaciones que hacen en este sentido M. F. Trubiano, op. cit., y F. Fernández-Turienzo, que consideran a don Juan como un “carácter diabólico y cobarde”, Trubiano, op. cit. págs. 42-43. F. Fernández-Turienzo, op. cit., pág. 285, expone: “Volviendo a nuestro tema, Don Juan es el hombre que todavía tiene fe en Dios pero se subleva contra Él. De ahí su grandeza de titán y de ahí su carácter diabólico: su ambivalencia, “gigante o monstruo”. También en el manual de D. Moir y E. M Wilson, op. cit. se le califica de “destructor diabólico”, pág. 163.

28 Vid. Ignacio Arellano, op. cit., pág. 348: “ Que don Juan peca contra la persona la sociedad y la ley, es obvio. Que su transgresión constituya una rebelión teológica y social consciente, de grandeza trágica, me parece inaceptable (…) No se opone a Dios: Dios le es indiferente. La talla diabólica que se ha señalado en don Juan está reducida en la mayoría de los casos a expresiones lexicalizadas. El desafío con la estatua más que heroísmo es ceguera mental.”

También en el manual de D. Moir y E. M Wilson, op. cit., pág. 161, se califica ese acto de la siguiente manera: “(…) el que acepte la invitación a cenar de la estatua y luego acuda al convite, no debían ser actos de valor, sino de temeridad insensata.”

29 Edición citada, pág. 169, vv. 2258-2260.

30 Edición citada, págs. 169-170, vv. 2269-2299.

31 Vid. F. Ruiz Ramón, op. cit., pág. 209: “Pero Tirso no sólo crea a don Juan en conflicto necesario con la sociedad, sino en conflicto con la divinidad. Don Juan Tenorio, el de Tirso, no es ateo, sino creyente. Cree en Dios, pero vive sin contar con Dios. El Dios de don Juan es un fantasma, una pura sombra, que sólo se hace real en el momento de la muerte. Muerte que no es, simplemente, dejar de ser, sino ser castigado. La muerte le llega a don Juan, como el amor, de pronto, sin tiempo para nada, como el castigo de los castigos. La muerte es el último encuentro de don Juan, a quien éste le da una mano mientras que con la otra le amenaza con una daga.”

32 Vid. el manual de J. Menéndez Peláez e Ignacio Arellano, Historia de la literatura española. Volumen II. Renacimiento y Barroco. Everest, León, 1993, en las págs. 44-45, exponen las teorías de Burckhardt y sus seguidores según las cuales: “ (…) no se habría dado un criticismo filosófico al dogmatismo medieval, lo que impediría aplicar las categorías renacentistas a la cultura española.”

33 Vid. M. F. Trubiano y F. Fernández-Turienzo, op. cit.

34 Vid. por ejemplo, los trabajos de Víctor Said Armesto. La leyenda de don Juan.,  2ª edición, Madrid, Espasa-Calpe, 1968; Ramón Menéndez Pidal, “Sobre los orígenes de El convidado de piedra”, en Estudios Literarios, Colección Austral, Madrid, Espasa Calpe, 1968 (9ª edic.) págs. 67-88; o A. Rodríguez López-Vázquez,  “Don Pedro y don Juan” en Francisco Ruiz Ramón y César Oliva (coord.), El mito en el teatro clásico español, Madrid, Taurus, 1988 (págs. 192-195)

35 Vid. Andrés Amorós “ ‘Don Juan Tenorio’, mito teatral”, en Francisco Ruiz Ramón y César Oliva (coord.), El mito en el teatro clásico español, Madrid, Taurus, 1988 (págs. 15-25). En la conferencia que ofreció en Oviedo -consúltese nota a pie de página número 2- Amorós expuso seis características o peculiaridades de la obra de Zorrilla que contribuyeron a ese sentimiento de comunidad: obra más representada; única en fecha fija (Día de los Difuntos); se representaba en las grandes capitales a la vez; obra que todos conocían; única que los españoles se sabían de memoria; Biblia Popular española y la más parodiada, hecho que da cuenta de lo conocida que era, pues la parodia funciona sobre lo escrito.

Ello hace, según su teoría, que se escape al espectáculo burgués y que conserve algo des espectáculo primitivo, su carácter inicial sacro: la comunión.

36 Vid. el ensayo de Ramiro de Maeztu sobre tres grandes figuras míticas de la literatura española: Don Quijote, don Juan y la Celestina. Madrid, Espasa Calpe (undécima edición), 1972. Si a don Quijote se le considera figura representativa del amor, y a Celestina de la sabiduría, don Juan es la figura representativa del poder.

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