La escultura de las Tres Gracias que da nombre a la plaza de Caracas (foto de Ruurmo).

Teatralidad y política

Jesús Bottaro

La cita a fuego, alaridos y piedras, sudor, persecución y plomo disperso, como una representación teatral de la “crueldad”, que Antonin Artaud quizás hubiera admirado, ya acordada y prevista, se daba cada jueves (si hacía sol) desde las dos o tres de la tarde hasta más o menos las seis de ese mismo día. Los “encapuchados”, los protagonistas del evento, sus antagonistas, las fuerzas del orden público y una audiencia, amplia pero dispersa y asombrada, o aterrada, con la fascinación del peligro seguía atenta cada happening. La representación tenía pocas variantes, sin embargo no dejaba de hechizar a su público natural compuesto por transeúntes, vendedores ambulantes, chóferes de autobuses, estudiantes, curiosos de turno y vecinos que desde sus balcones como en los corrales de la comedia española y el “globo inglés” no perdían detalle del conflicto. Cada jueves presenciaban la demolición de barreras policíacas, la espiral de humo negro de llantas ardiendo además del estallido de vidrios y ventanas de autos y camiones atrapados en la incertidumbre del asalto callejero.

La relación de lo teatral con la protesta, en su aspecto de manifestación callejera, se ha manifestado en dos dimensiones frecuentes en la historia del teatro. Por una parte, están las famosas protestas del público en los teatros de Londres en distintas épocas a partir del siglo XVIII para protestar los precios de las entradas o las condiciones del edificio teatral. Por otra parte, está la protesta como inspiración y basamento fundamental de la trama e intriga de múltiples piezas, sobre todo en lo que ahora se incluye como género dramático: teatro documental. Ahora bien, ¿es posible el camino inverso? Es decir, el observar cierto tipo de protesta callejera como una manifestación de lo teatral con ingredientes políticos. Veamos.

La plaza de las Tres Gracias es un rectángulo mínimo con unos cuantos bancos rotos, algunos arbustos chatos y tres damas de piedra fría que miran a una pileta de agua verdosa, mientras muestran su desnudes sin inhibición alguna, representando las virtudes cardinales fe, esperanza y caridad. La plaza está frente a una de las entradas principales de la Universidad Central de Venezuela en Caracas rodeada de edificios de viviendas y comercios a lo largo de la amplia avenida de Los Ilustres. Entre 1985 y 1989 esta plaza fue el “escenario” de la manifestación estudiantil anárquica, ya mencionada, protagonizada por jóvenes encapuchados enfrentados a jóvenes policías encargados de apaciguar la revuelta semanal. Por sus características intrínsecas los medios de comunicación las asociaban, tal vez con intuición sociológica certera, con una representación teatral muy similar a la que se da en un carnaval multitudinario pero con objetivos distintos. Los reporteros de la prensa y la televisión empleaban frases y términos frecuentes en el arte representativo, tales como: “teatro de operaciones”, y “escena” o “escenario” para ubicar y describir el espacio del evento; así como la palabra “acción” y “conflicto” para categorizar las manifestaciones.

Los ingredientes de estas manifestaciones teatrales son inequívocos y determinantes para analizarlas como una representación popular ritual aún cuando no sea artística ni en su origen ni en sus resultados concretos. Los actuantes, todos hombres como en el teatro isabelino y como en la lucha libre mexicana tradicional, llevaban máscaras dejando ver sólo ojos movedizos e inquietos. Sus antifaces, del color ocasional que fuera la franela en su devenir hacia capucha, reflejaban la postura del súperhéroe infantil con el dorso desnudo, pantalones ajustados y zapatos deportivos. Los policías, antagonistas del evento, llevaban las obvias caretas de plástico protector con cascos blancos, junto a sus armaduras reglamentarias como fuerzas de choque.

Recordemos que en estas manifestaciones de cada jueves (como en los happenings, de moda en los años sesenta) los espectadores que espiaban el evento lo hacían a través de sensaciones de Kinestesia, percibiendo lo sucedido no intelectualmente sino con una maximizada tensión muscular, con los nervios hipersensibilizados, sintiendo el evento a través de la piel y la respiración mucho más que con la mirada. El público participaba de las acciones, paradójicamente, huyendo de los proyectiles y gases lacrimógenos esquivando la pedrada fulminante. Eran acciones no verbales para comunicar inconformidad y crítica como en el Mimo Romano.

Es dudoso que la comedia formara parte del resultado de estos eventos, pero sí definitivamente el drama del llanto involuntario y las lágrimas de dolor por el duelo ocasional y las heridas de algunas balas certeras. Desde sus primeros minutos el evento contaba con los gases urticantes de las múltiples bombas lacrimógenas lanzadas por las fuerzas del orden para tratar de dispersar a los manifestantes. Eran acciones grupales, con vestimenta prefijada, con piedras y rocas como utilería esencial en conjunto y con gasolina o gasoil extraído de algún auto desprevenido atrapado en el momento e inmolado luego. Como tal vez lo hubiera contemplado Grotowsky eran acciones de gran intensidad emotiva y muy “pobres”, que requerían una condición física óptima para el desplazamiento veloz y ágil de una huida indispensable que permitiera salvar la vida o la eventual tortura policiaca. Eran representaciones abiertas, en un espacio específico de múltiples entradas y salidas por calles y avenidas que se encuentran en semicírculo. El grito de protesta o dolor infringido era su texto fijo con frases y consignas aireadas de censura que cambiaban según las circunstancias noticiosas de la semana: subidas de precio, liberación de presos políticos o cualquier otro motivo, y a veces, ninguno en particular.

Tal vez nunca sabremos si fue una manifestación calculada y generada por la idea del Teatro Invisible promulgada por Augusto Boal, y su implementación masiva a partir de sus talleres en la Universidad Central de Venezuela, justamente a poca distancia de la insurgencia de cada jueves. Sin embargo, los resultados de cada jueves se daban de acuerdo a los objetivos de Boal: generar discusión y controversia sobre algún aspecto relativo a una opresión social específica y del momento; además de ofrecer un mensaje de inconformidad.